La tragedia del bienestar moderno

Durante la época de los mexicas, de acuerdo con Fray Diego Durán, en 1454, o Ce Tochtli (Uno Conejo), hubo sequía y con ella, llegó la hambruna:

                No llovió poco ni mucho, ni en el cielo en todo este tiempo hubo señal de querer llover…Empezó la gente a desfallecer y a andar marchita y flaca con el hambre que padecían y otros a enfermar, comiendo cosas contrarias a la salud: otros, viéndose necesitados, desamparaban la ciudad, casas, mujeres e hijos, íbanse a lugares fértiles a buscar su remedio. (Durán capítulo XXX). Incluso llegaron a vender a sus hijos como esclavos a los totonacas, para que al menos sus hijos pudieran comer.

Esto nos recuerda que, durante siglos, la humanidad soñó con la abundancia.
El progreso técnico, la ciencia y la organización social parecían conducir a un destino inevitable: el bienestar universal. La promesa era sencilla y tentadora: algún día no habría hambre, ni enfermedad, ni fatiga. La historia se entendía como una marcha hacia la comodidad, como si el fin último del ser humano fuera descansar sobre los frutos de su ingenio.

Pero el bienestar, al llegar, trajo consigo una paradoja.
El hombre contemporáneo ha conseguido casi todo lo que sus antepasados anhelaron, y sin embargo, nunca había estado tan enfermo, tan ansioso ni tan insomne. La historia, irónicamente, parece haber cumplido su promesa al revés: nos salvó del hambre para arrojarnos al exceso, nos liberó del trabajo físico para confinarnos en la inmovilidad.

Del fuego al microondas: la comodidad como ideología

Rousseau advirtió en el siglo XVIII que cada avance técnico alejaba al ser humano de su naturaleza, corrompiendo la virtud que había en la sencillez original. Lo que él llamaba “el hombre natural” —aquel que vivía en contacto con sus necesidades reales— fue reemplazado por el “hombre civilizado”, dependiente de artificios para sobrevivir.

La modernidad llevó esa dependencia al extremo: la tecnología se convirtió en religión y la comodidad en dogma.
Comemos sin cocinar, caminamos sin desplazarnos y conversamos sin mirarnos. El cuerpo, antaño protagonista de la existencia, ha sido relegado a un asiento. La mente, por su parte, vive colonizada por un flujo continuo de estímulos digitales.

Byung-Chul Han lo describe como una sociedad del rendimiento, donde el individuo ya no es oprimido por un amo externo, sino por la tiranía de su propia autoexigencia. Dormir, descansar, desconectarse o simplemente beber agua sin azúcar parecen actos de rebeldía.

El cuerpo olvidado

El cuerpo humano fue diseñado por la escasez. Su biología se perfeccionó en el movimiento, la caza, el ayuno, el frío y el calor. En pocas generaciones lo hemos privado de todo eso.
El resultado es una fisiología desorientada: un organismo hecho para sobrevivir en la naturaleza que ahora se asfixia en la abundancia.

El azúcar, la cafeína, los alimentos ultraprocesados y el sedentarismo no son solo hábitos modernos; son formas de desconexión. Cada vaso de refresco, cada noche sin sueño, cada jornada inmóvil frente a una pantalla, es una forma sutil de olvidar quiénes somos.

Nietzsche lo habría visto como la culminación del nihilismo: el hombre que, habiendo matado a sus dioses, ahora se mata lentamente a sí mismo con sus propias invenciones. No por maldad, sino por comodidad.

La ansiedad como síntoma del exceso

El siglo XXI no es una época de carencias, sino de saturación.
Saturación de información, de azúcar, de ruido, de estímulos, de velocidad. Y el cuerpo, que sigue siendo el mismo que cazaba mamuts, no puede procesar semejante abundancia.

La ansiedad moderna no proviene de la falta, sino del exceso.
El sistema nervioso, diseñado para sobrevivir en entornos simples y naturales, se ve forzado a vivir en un mundo hiperestimulado donde cada minuto exige una respuesta.
De ahí el insomnio, la fatiga crónica, la irritabilidad, los ataques de pánico: todos son avisos del cuerpo pidiendo silencio.

Paradójicamente, el remedio está al alcance de cualquiera y no cuesta nada: volver al agua, al aire, al movimiento y al descanso real.
Pero esa sencillez espanta, porque implica renunciar a las muletas de la civilización: las pantallas, la cafeína, los dulces, las distracciones infinitas.

La renuncia como revolución

En un mundo que predica el consumo, renunciar es un acto revolucionario.
Negarse a beber refresco, a depender del café o a vivir dopado de estímulos no es simple autocuidado: es resistencia cultural.

La historia humana podría dividirse entre quienes buscan placer inmediato y quienes buscan armonía. Los primeros llenan el vacío con ruido; los segundos lo enfrentan con silencio.
Y el silencio, hoy, es casi subversivo.

El que vuelve a beber solo agua, el que duerme temprano, el que camina bajo el sol, está desobedeciendo un sistema construido sobre la aceleración y el agotamiento.
Recuperar el control del cuerpo es recuperar la libertad.

Hacia una nueva ética del bienestar

Quizá la próxima revolución no sea tecnológica ni política, sino biológica y espiritual: la del ser humano que recuerda que su salud no se compra, sino que se practica.

No se trata de idealizar el pasado ni de renunciar al progreso, sino de reconciliar la inteligencia con la biología, el pensamiento con el cuerpo.
Porque el bienestar verdadero no consiste en vivir sin esfuerzo, sino en reconocer el valor del esfuerzo que nos mantiene vivos.

El agua pura, el sueño profundo, el ejercicio y la quietud mental no son lujos, sino retornos: regresos al equilibrio que la historia nos hizo olvidar.

Epílogo: volver al origen

La tragedia del bienestar moderno no está en haber alcanzado la comodidad, sino en haber confundido comodidad con plenitud.
El cuerpo humano no necesita más inventos, necesita memoria.
Y cuando el hombre recuerda que la salud está en la simplicidad, la historia deja de ser una huida del dolor para convertirse, al fin, en una búsqueda de sentido.

Beber agua, moverse, dormir, respirar con calma…
en un mundo que corre hacia su propio agotamiento, esas son las formas más puras de inteligencia.

Fuentes consultadas:

Durán, F. D. (1867). Historia de las Indias de Nueva España e islas de la Tierra Firme (Tomo I, cap. 30, p. 270).

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