Axayácatl, uno de los grandes tlatoanis mexicas, tuvo numerosos hijos. Los más conocidos por la historia son Cuitláhuac y Moctezuma Xocoyotzin, este último el emperador que recibió a Hernán Cortés en la gran Tenochtitlan, precisamente en la casa de su padre, pese a las advertencias de su hermano Cuitláhuac, quien le dijo sabiamente: “No invites a tu casa a quien no podrás sacar”.
Pero ellos no fueron los únicos descendientes notables de Axayácatl. También tuvo una hija llamada Chalchiuhnenetzin, cuyo nombre significa “pequeña joya de jade”. Fue entregada en matrimonio al poderoso tlatoani Nezahualpilli, hijo del célebre Nezahualcóyotl y señor de Texcoco. Sin embargo, según relata Fernando de Alva Ixtlilxóchitl en su Historia de la nación chichimeca, Chalchiuhnenetzin era aún muy joven al momento del enlace, por lo que su esposo decidió no convivir con ella de inmediato y mandó criarla en uno de sus palacios, rodeada de lujos y atenciones dignas de su linaje.

Gracias a su estirpe, recibió el sufijo honorífico -tzin, utilizado como señal de respeto. No obstante, con el paso del tiempo, Chalchiuhnenetzin comenzó a comportarse de forma inquietante. Según el cronista, desarrolló una peligrosa afición por los hombres jóvenes y apuestos. Los invitaba en secreto a su palacio, y una vez que había satisfecho sus deseos, ordenaba su asesinato. Luego, mandaba esculpir estatuas que representaban a cada uno de ellos. Eran tantas las figuras, que, como dice Ixtlilxóchitl, “casi cogían toda la sala a la redonda”.
Comenzó a dar mil flaquezas y fue que a cualquier mancebo galán y gentil hombre acomodado a su gusto y afición, daba orden en secreto de aprovecharse de ella, y habiendo cumplido su deseo, lo hacía matar y luego mandaba a hacer una estatua de su figura o retrato…y fueron tantas las estatuas de los que así mató, que casi cogían toda la sala a la redonda.
Hoy podríamos llamarla una asesina serial con un apetito erótico desmedido, pero en su época —alrededor de 1497 a 1500— no existían esos términos. Aun así, estos actos eran juzgados con severidad, sin importar el linaje del culpable. Y así fue como su destino se selló.
Nezahualpilli, que al principio no sospechaba nada, preguntaba ocasionalmente por aquellas estatuas. Chalchiuhnenetzin respondía que eran sus dioses, lo cual parecía plausible considerando la religiosidad del pueblo mexica. Sin embargo, eventualmente comenzaron a circular rumores. Se decía que tenía tres favoritos: Chicuhcóatl, Huitzihuitl y Maxtla, uno de los cuales era señor de Tezoyucan y le había regalado una joya muy preciada.
Movido por la sospecha, Nezahualpilli decidió hacer una visita nocturna sin previo aviso. Al entrar en la habitación de Chalchiuhnenetzin, encontró una escena reveladora: en la cama, en lugar de la princesa, yacía una estatua adornada con su propia cabellera. Poco después, la descubrió junto a sus tres amantes. Todos fueron arrestados.
Para dar un castigo ejemplar, Nezahualpilli convocó a los tlatoanis Ahuízotl, señor de Tenochtitlan, y Totoquihuatzin, señor de Tlacopan, además de numerosas mujeres y niñas, con el objetivo de que presenciaran y aprendieran de lo sucedido.
Chalchiuhnenetzin fue ajusticiada por garrote junto a sus cómplices. Sus cuerpos, junto con las estatuas de sus víctimas, fueron incinerados y arrojados a un barranco.
Esta impactante historia, aunque poco conocida, ha sido retomada en dos novelas históricas: Azteca de Gary Jennings y El corazón de piedra verde de Salvador de Madariaga.
Bibliografía
Ixtlilxóchitl, Fernando de Alva. Historia de la nación chichimeca. Red Ediciones S.L., 2011, pp. 143–144.
